viernes, 6 de marzo de 2009

AL principio fue EL SILENCIO

Al principio era el Silencio, antes incluso que el verbo, se hizo el Silencio que vió la primera Luz. Arcángeles invisibles, soñaron la creación en ese génesis de Silencio que fue la nada. Nació en Silencio el amor para abarcarlo todo: el agua, el aire, la luz y el fuego. No había palabra más nítida que el silencio, ni canto, ni murmullo, ni oración más grande en el paraíso de la vida. No era preciso prólogo ni índice, no había dedo que poner en ninguna llaga, ni labios sellados, ni siseo, solo los dos arcángeles invisibles en las brumas de una aurora de incienso para darle custodia y flanquearlo. Dicen que se ve al mismo Dios en el Silencio, que incluso se le escucha y es posible versar un diálogo mudo con el hijo del hombre. Sevilla dice mucho de silencios y en El basó la fuente de su primitiva religiosidad. Desde el Silencio claustral del ora et labora donde forman los vencejos cohortes de primavera, hasta las cuarteladas esquinas de omnium sanctorum que vieron bautizar al primer nazareno, todo es un clamor de armoniosos silencios. Silencios mudéjar de profusión de ojivas; Silencios de alminares convertidos en torres, alcazabas de lunas que guardan los misterios del silencio por callejas y plazas hasta el atrio donde vela sus Armas el puntual cordero de Dios, el de los piés descalzos; el que abraza la primitiva Cruz de esta Jerusalem que vive eternamente en Casa de Pilatos. Al principio, todo es silencio de primer Viernes de Marzo, donde todo comienza para que nunca acabe junto a sus piés descalzos, beso eterno en un campo de lirios morados, donde se yergue un Silencio de siglos que fue incluso antes que el verbo. 

martes, 3 de marzo de 2009

LOS CLAVOS DE CRISTO


Llegaba su tiempo de actividad frenética, de consagración efusiva al trabajo altruista que condicionaba su vida. Veía la llaga del costado de su cristo –sangre cristalina por el agua de la purificación- e inmediatamente le sorprendía el dolor apagado de su propia herida abierta en salazón. No tenía tiempo para escuchar las Angustias de su corazón, pero sentía los latidos atrapados en un cuerpo que no le correspondía a su alma. Su madre lo sabía todo de nacimiento, que no sabrán las madres de sus hijos cuando éstos nacen tan distintos al común de los mortales; los dos se tenían el uno a otro sin condiciones con ese Amor tan parecido a su Cristo que siempre quiere más que ayer pero menos que mañana. En la Hermandad era tan imprescindible como necesario; había aprendido la esencia de su idiosincrasia a la sombra de las viejas glorias priostiles. Fue monaguillo en su infancia, el más preclaro asistente del bueno de don José; cruz alzada en responsos y funciones principales, naveta en la procesión claustral y acólito ceriferario incondicional en los tiempos que se cobraba por salir. No conocía otro camino que el de su casa a la hermandad, donde la vereita no criaba nunca hierva; limpió tanto y tan bien la plata - cuando no era plata- que lo parecía y no se hubiera dado cuenta de ello a no ser que un día sus auxiliares le llamaron prioste por aclamación en un homenaje inesperado, donde recibió la medalla de los venticinco años entre lágrimas de rubor y atropelladas palabras de agradecimiento. Tenía un estilo impecable tanto en el vestir de traje para las grandes ocasiones, como para ponerse el “mono de faena” sin peder arrogancia y compostura. El buen gusto, las buenas maneras, su estricto sentido de la estética y la proporción, causaban la admiración de propios y extraños en el montaje de cultos y altares; en la exquisitez y clasicismo con que preparaba los pasos y sobre todo en el aderezo de las imágenes, donde la huella de su impronta brillaba con luz propia. Sin embargo cada noche en el duermevela a la espera del gozo, sentía como la llaga de su corazón supuraba la hiel de un desengaño. El miedo al qué dirán se convertía en pesadilla: “Dios mío, pasa de mí este caliz de inseguridad y desafuero, haz de mi cobardía penitencia como yo lo hago de mi propia inseguridad…absuélveme de esta culpa que me atenaza, libérame Señor por tus heridas y por tus clavos”. Sentía deseos de correr a la calle gritando como la loca que era atrapada en la farsa de un cuerpo varonil, secreto a voces que todos sus hermanos respetaban, admiraban y compartían como algo propio, pero que estaba condenado a guardar la falsa moral de unas apariencias establecidas bajo el juramento indecisorio de unas sagradas reglas. A la mañana siguiente despertaba musitando sus coplas de golondrina, alegre como una rosa, tomaba su cruz de libertad condicionada, miraba su túnica de penitente antiguo sacada ya del armario, suspiraba de emoción y una furtiva lágrima le recordaba que su pena era tan hermosa y feliz, como la de su amantísima virgen dolorosa a la que tenía la inmensa suerte y privilegio de vestir para su inminente salida bajo palio.

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