martes, 29 de junio de 2010

LA ABUELITA CONSUMIDA

CUENTOS DEL PUMAREJO 1.997

No hace falta indagar sobre este conmovedor personaje que frecuenta la plazuela en busca del pan nuestro de cada día. No es preciso imaginar el duro e infatigable trabajo que ha debido soportar sobre sus vencidas espaldas, esta anciana venerable, cuya huella de cansancio y desolación queda horadada en su cuerpo estragado. Huelga saber poco más de su desgraciada vida. Lleva escrita en los pliegues de su frente, los malos tratos, los frutos maduros de unos hijos, que al parecer, nunca honraron la entrega, el desprendimiento ni la generosidad de una madre. Su aspecto la delata cual “ecce homo” que se presenta al pueblo con todo el rigor de su imagen lacerada. La abuelita consumida es menuda y enjuta; exquisitamente ágil para la edad que representa. Sus facciones se pierden en la pleamar de arrugas; tiene mirada de aguilucho al acecho; sus ojos vivarachos y translúcidos corren el tupido velo de la pérdida irremisible de visión. Habla por los codos cuando se tercia conversación en las horas en que reposa en los pétreos bancos de la glorieta junto a sus correligionarios. A menudo, suele exhibir con vehemente orgullo de abuela, un álbum de fotos que muestra los antiguos esplendores de su familia, como el tesoro más preciado de que pueda presumir. Por las tardes, se la ve mascullando su soledad acostumbrada, tratando de endulzar el abandono con una sencilla galleta, que descoyunta con la flacidez de su desdentada mandíbula. A veces combate el insoportable estrago de las 4 de la tarde, saboreando un “flax-golosina”, absorta e indiferente ante el mundo que la rodea con su aviesa mirada de aguilucho depredador en constante alerta.

La abuelita consumida, va de luto perenne, lo cual acentúa –aun más si cabe- su imagen patética. Aun sin noticias de Dios, éste le hizo el reciente favor de recoger eternamente a su querida hija que la llevaba y traía por la calle de la Amargura, rompiendo un eslabón en su larga cadena de infortunios que no podía soportar ni un día más. Era su difunta hija, una chica joven, que a los poco más de treinta años, dejaba dos hijos. La abuelita decía de su difunta hija, que había sido una belleza: “¡qué lástima…cayó en la droga por culpa de un hijo de pu….que le pegaba y maltrataba además de empujarla a la prostitución, para recaudar fondos con que costear sus vicios…después vendría –lo consabido- el contagio de SIDA, los robos y actos delictivos, las llamadas constantes de la policía¸ los ingresos en urgencias, las detenciones periódicas, etc., etc…” La abuelita acudía solícita a prestarle toda clase de auxilio y cuidados, como buena madre, condolida y resignada. Por último, cuando la joven se encontraba ya en fase terminal y su estado físico era lamentable, merodeaba por la plaza como un espectro, arrastrando su aura esquelética, vencida ya por los rigores de la maldita enfermedad. La abuelita nunca se vió más consumida por el amargo sufrimiento de contemplar impotente a su querida hija descompuesta por momentos, derramando sus heces por los perniles hasta quedar sin sentido tumbada en un banco de la meritada glorieta. Aún deambula –ágil y de buen talante- la abuelita consumida por las inmediaciones del Pumarejo, desafiando la desgracia con la lección, bien aprendida de saber existir.

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