jueves, 2 de septiembre de 2010

AQUI ESTAMOS




Estamos aquí; hemos vuelto sin salir de casa a abrir las ventanas aprisionadas por el aire acondicionado; hemos vuelto del mar que nos devolvió la calma de la efímera felicidad que encuentran los que conocen su quimera; hemos vuelto de los días mágicos donde todo parece más bueno o menos malo por decisión propia que no por su propia acepción. Venimos cansados por el cansancio aceptado; hartos por la piadosa gula; estresados por la relajación; concientes de nuestros propios excesos, con los días grabados en el traje de luces de la color de bronce. Septiembre nos trae el reencuentro con una cruda realidad a la que habrá que hornear y cocer en el fuego lento de las calores del membrillo. Cada cual sacará sus propios humores, ojeando el atiborrado álbum de fotos digitales y los insufribles comentarios de los viajes condicionados por la vanidad, más que por el puro placer de las sensaciones vividas. Blanco ibicenco sobre el cuadrilátero de antorchas que iluminan la noche interminable; sonrisas blanqueadas por el uso de los profilácticos; cuerpos retocados por el fotoshop de los gimnasios y curvas matizadas en los manglares del pareo. En el libro de la vida, Septiembre abre un cuaderno donde se esbozan nostalgias, como dibujo de párvulos, sencillos trazos redondos, bajo figuras horizontales; el sol poniéndose sobre el horizonte es la vuelta al cole, tanta ilusión en los niños como desolación en los bolsillos de sus padres. Los rayos del sol poniente desde la terraza, festonean el cielo, pero esta puesta, aun siendo igual de hermosas, no corresponden a las contempladas desde el mirador de la cala o aquel rincón escondido de la sierra, sus fuegos languidecen en las brasas de un crepúsculo que en el lenguaje ininteligible de los sueños escribe las letras del trabajo y la rutina. Hay quien por lejos que se fue de casa, nunca estuvo tan cerca de sus costumbres convertidas en ley; otros sin moverse del sitio, volaron tan alto que jamás podrán poner los pies en el hábito de los vicios. Septiembre está aquí, para conducirnos a todos por la ruta de nuestro particular retiro.

lunes, 30 de agosto de 2010

Los hombre que no supieron decir: "lo siento"

Hay que tener mucho cuidado con lo que se escribe, porque también la tinta emborrona y en la vida cuando se trata de juzgar a las personas o colectivos, es muy posible que ciertas afirmaciones produzcan el efecto “bumerang” que suele golpear a los autores en sus partes más nobles. Así como hay mayores de 70 años a los que por su aspecto y manera de proceder, nadie podría considerar como ancianos (de estos no hablamos), constituyen un hecho constatado por las autoridades de la salud y las estadísticas que confirman una media de vida superior a los 80 años, también hay viejos prematuros de todas las edades y otra –clase de personas de edad imprecisa- que nunca han tomado verdadera conciencia de la edad que tienen. Dejaremos a los expertos que escriben sobre esta materia y obtengan pingues beneficios con los “best Sellers” que se endosan, prestigiosos psicólogos y terapeutas empeñados en enseñarnos la quimera de los sabios. Nosotros vamos a analizar a los hombres y mujeres mayores –hoy nuestros padres y abuelos- que no fueron únicamente queridos y respetados por sus hijos; empero que han vivido el resto de su existencia ajenos tanto, a la calidad humana como a los logros personales y profesionales reconocidos por las respectivas sagas que han presidido bajo su patronazgo. Volvemos al seno de esa familia de la década de los años 50 (huelga decir del siglo pasado, aunque parezca increible), nos centrábamos en la figura del hermano mayor (alto, guapo y listo –aunque no inteligente-), el que estrenaba libros de texto, traje de Domingo de Ramos y modelito de primera comunión; el que era distinguido en el colegio de los Padres…con bandas y diplomas; el que gozaba el privilegio de primi-nieto; primi-sobrino; y lider de todos los primos-hermanos Todo era tan armonioso y feliz en el seno de la familia bendecida por el primero de los hijos, que los padres se relajaron y nació entonces el “segundo”(que niño más mono..¡que gracioso!), pero cómo llora el condenado, todo lo contrario que el primero: nervioso, inquieto, tragón. El “segundo” más que con un pan bajo el brazo, vino con una machota para romper la pax conyugal en todos los sentidos (los niños entonces, eran para las madres y los maridos ejercían su derecho al descanso nocturno por la gula concedida como cabeza de familia y la sacramental de su puesto de trabajo). Comienza la cruda competición, el “mayor”, estaba ahí, había llegado tres años antes, tenía exquisitamente labrada su parcela afectiva, todo lo contrario que el “segundo”, que asistía perplejo a las muestras de cariño que le dispensaban al hermano y se tiraba literalmente a los brazos del pariente para llamar la atención –seguidamente- ponía en peligro cualquier cacharrería que se encontrara a su paso. Tiene mucho que contar y decir las peripecias sufridas por ambos hermanos en plena crueldad de la infancia (el mayor por la responsabilidad adquirida y encasillada de demostrar y parecer ser cuasi perfecto en la guerra odiosa de las comparaciones y el segundo, por el trauma psicológico que supone vivir a la sombra y llamar la atención a base de pataleos y travesuras, que no por los méritos propios que le fueron obviados.) Y vdes., se preguntarán: ¿Qué culpa tuvieron los mayores de 70 años en tales procederes?...Pues mire Vd., no diré que tuvieran toda la culpa, por que demasiado hicieron ya con sacarnos adelante en tiempos tan difíciles. Pero hoy cuando veo a un anciano deprimido, traicionado por su propia mente (que no demencia), abandonado a la suerte de que un hijo, le coja las manos, le bese con ternura, le extraiga una sonrisa en la reserva de su corazón y le haga saltar las lágrimas en sus ojos nublados, me conduelo profundamente al pensar que una sóla palabra un gesto, podría haberlos sacado del estado de postración en el que se hayan sumidos. Perdonados y en gracia de Dios –bien lo saben- que están, porque al fin y al cabo, ser padres es: Estar ahí –como ellos están- presentes. Pero a veces me pregunto, lo que hubiera supuesto en su día, tanto para el primogénito como para el“segundo”, escuchar de sus labios –puro amor de madre- la frase épica: “hijo mío, qué orgullosa estoy de ti”. ¿Habrá mayor compensación económica o afectiva en la vida que escuchar eso?. Afortunadamente algo hemos avanzado en nuestros días conforme a la expresión de los sentimientos.

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