martes, 15 de marzo de 2016

"En verdad te digo"

Tenía los ojos, como dos cuencas cargadas de agua de mar. Las pupilas, profundas y redondas, brillantes lunas llenas de lágrimas. Mandaba con temple; ¡callarse ahí abajo!, juntar los talones, fijar la cintura...¡venga de frente, muy poquito a poco! Con qué mimo, con que gracia, con cuanta emoción, nos echaba a la calle el domingo del pregón, el domingo de pasión. Se vertieron en los templos, todas nuestras ansias; estaba Sevilla como la novia de dulce, tocada de azahar, entre los verdes costeros de las calles eternas de su centro histórico. La Paz del convento, alterada por la cola impaciente que desea poner su beso en el pálido aceituna de las llagas del Cristo en su Sagrada Mortaja, Tendido en el sudario que cubre el regazo de la Madre, como una ola antojadiza, que extienden los querubines. De espadaña a espadaña, desde los Terceros a San Juan de la Palma, el cielo era un páramo que iba tomando azules para estofar los brillos de la bóveda celeste. Un repeluco, cruzar la nave central, sin resistirse a rendir los honores a la más dulce Amargura, encargo imposible, no perderse en la vertical de una delantera emboscada de cera virgen y gloria “juanmanuelina”, pero el fondo nos llamaba, con un silencio blanco, austero, insoslayable a Jesús; ni siquiera separaba sus manos de la soga, para prendernos entregados a tan dulce beso. Cuando la ausencia de luz atrapada en las sombras de la celosía, iba buscando el resplandor de la calle, los ojos deslumbrados, conocieron el iris: los siete colores descompuestos, hasta alcanzar el sereno de toda la iluminación que se suspende en el aire. Por la estrechez de Viriato, la angosta esquina de Viejos, anunciaba un sol que extiende sus imperios de fragancia en sobre la Plaza de San Martín. En sus sagrados adentros, la Luz se recrea como en un amalgamado caleidoscopio, obrando maravillas sobre el mármol del sagrario, la portentosa canastilla neogótica y el Palio incompleto esperaban, desnudos de Cristo y la Virgen el Buen Fín, carnes expuestas en piadoso Besapìes y Besamano, respectivos. Sobre los pies del primer ensayo callejero, la emoción va ganándole terreno al cansancio por San Andrés, se alcanza el Reino de los azahares y se adentra el alma en el paraiso de la Adoración. Gracia plena de lo trascendente, si bién aturdido el corazón por la belleza que le rodea. Absorto en lo finito del misterio, nos vamos adentrando en el misticismo de un Dios encarnado, que ha dado su Vida por el Amor infinito de su caridad y Misericordia, obra cumbre que hace nueva, todos las cosas. Así este pregón que fue directo al corazón, al compás del sereno atardecer, va llegando a la cumbre de su recorrido, embriagado por el aroma suntuoso de San Vicente, con las Penas y los Dolores como grandes titulares, hacia un museo, donde la Virgen tiene la misma cara que nuestras hermosas mujeres cuando sufren el drama. No sabes si has alcanzado el Paraíso o hace tiempo que estás dentro de el, hasta que el Cristo con los brazos abiertos te ofrece la mejor Conversión; no hay palabras, hablan los salmos en una de las Siete: “En verdad te digo, que esta misma noche estarás conmigo en el Paraíso”.
Se ha hecho noche, bajo la bóveda cobalto de ese cielo, donde tan solo te aman mejor.

Los ojos reflejan el brillo de una conversión que derrama sus primeras lágrimas por las calles preparadas para recibir la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, todo sea por el Amor el inefable Amor que nos hace hombres nuevos al saber como nos Ama. De lo contrario nada tendría sentido.

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