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jueves, 16 de abril de 2009

1.620

Habías mirado el reloj para frenar la arena del tiempo, eran las 16 y 20 de la tarde. Tarde de un siglo de oro que se enmarcaba bajo el medio punto del Paraninfo. La egregia Fama tocaba la trompeta del silencio reservado a la atención de los dioses. Dios sereno y bañado por la luz de miel que tanto alumbró los mantones de las viejas cigarreras. Dios dormido en la cruz donde la Buena Muerte, sueña con la vida eterna. Divino ignorado que hace llorar por dentro y exhalar por fuera suspiros de admiración. Eran las 16 y 20, exactamente la hora en que la perfección se hacía silueta recortada en el delirio azul de la Alcazaba y todo aquel que la miró, notó la unción de semejante dulzura. Entre la tiniebla de los cuatro hachones, la vida se preguntaba, aquello que diría el poeta: ¿esto de tu Cruz es muerte?...yo quiero morir contigo, pero la tarde perfumada de incienso, alargaba su sombra hacia el beso oferente de cales y balcones, buscando entre silencios el monte de un calvario. No lo había, no puede haber calvario ni calavera, donde el morao del lirio se hace espesa ladera para reposarte. Se paró el tiempo, miraste el reloj y era la misma hora – 1620 - la tarde del mismo siglo que se hizo eterna, desde que espera ver Tus ojos entreabiertos, despertar a la luz en cualquier momento del Martes Santo.

domingo, 12 de abril de 2009

sensaciones

El alma se salía del cuerpo, atenta a la voz de lo que se manda. Una agradable sensación desplegaba las alas del espacio y el tiempo, para alcanzar su gloria. . Gloria que pedía costeros por parejos a tierra –muy poquito a poco- suspendiendo la vida con llamadas muy cortas. La luz impaciente no podía esperar más el abordaje en penumbra. Las sombras se alargaban como un beso en la tarde celosa del aire; no había más que ver para abarcarlo todo con los ojos, era preciso que escapara el alma por la radiante puerta de lo excelso. Y se hizo sensación incontestable de múltiples reflejos en el frontal de los portentos. Paso a paso, cartela a cartela, el alma fue como un farol de mano que alumbra unos varales y alarga el cimbreante candelabro de la fe, para que no rocen los muros la antigua canastilla. Sevilla de nuevo se incrustó el costal del alma, para aguantar el peso de tantas sensaciones.

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