Ya estás invadido por la Gracia, abstraído del mundanal ruido; solo hay cabida para el recogimiento, eres oración universal del rezo del Santo Rosario, en comunión de lenguas; sin distinción de razas, color, condición social, estado, creencias, ideología. Tú atención se centra en la Naturaleza de Fátima, tierra de María Santísima, sin fronteras, donde todo el mundo se siente Acogido y amparado por el Espíritu Santo.
Lo que viene después del Santo Rosario, es pura Apoteosis, una multitudinaria procesión de velas, donde el silencio se hace emoción cuando el cielo se abre para que gozemos la presencia de la Imagen vicaría de la Señora Blanca, resplandeciente. Tras la Santa Cruz Blanca, encendida, peregrinos, devotos, visitantes, atónitos, trazando una luminaria que enciende la noche de plegarias y cantos del Ave María. El resplandor de la VIRGEN chiquitita, no es de este mundo, hay que estar allí para verlo y vivirlo, sentirlo y grabarlo en el corazón, para toda la vida. ¡No hay palabras! es lo más parecido a un milagro, es simple y llanamente, el Espíritu de FATIMA.
El misterio; la leyenda; los tres Secretos de Fátima, revelado a los niños; las profesias cumplidas, como el hambre, la segunda guerra mundial; el atentado sufrido por el Santo Padre el papá, Juan Pablo II, un 13 de Mayo.
Hasta que el destino, te llevó a viajar a Fátima; entraste por la rotonda de los peregrinos, te hospedaste en el hotel Áurea, a menos de diez minutos andando hasta la Basilica. Era noche solemne de Diciembre, vísperas de la Inmaculada. El cielo razgado, hecho jirones de algodón, donde asomaba una luna encendida. Caminando por la ancha avenida, adornada con luces de Navidad, te cruzabas con pocos transeúntes. Los comercios de restauración apenas con algunos clientes dentro, hacia un frío húmedo, las tiendas de souvenirs, habían echado el cierre a las 19,30 de la noche; te preguntabas por el camino, ¿Donde están los peregrinos o visitantes? Que poco ambiente se respiraba...cuando de pronto, la silueta del Pontífice, Pio XII, se recortaba, en un blanco fantasmagórico de gran tamaño, en la oscuridad de la noche, señalando la llegada a las puertas de una Gran mole de planta helicoidal, a su izquierda un pasillo delimitado por tímidas luces, por donde transcurrían unas veladas sombras. Fue entonces, cuando surgió de súbito la LUZ, el impacto visual de la gran explanada, al fondo de la cual, se divisaba el horizonte arcado de la Blanca Basílica, presidida por la Torre del reloj que marca las horas del Ave María. ¿Donde está la Virgen? te preguntabas en medio de la anchura de mira, donde a cada paso se iba abriendo la LUZ, pero no una LUZ cualquiera, era una LUZ que salía desde dentro, hacia fuera, una grácil LUZ, que te hacía descubrir el misterio de los penitentes, que recorrían aquel pasillo a tu izquierda tenuemente iluminado. Era esa LUZ, que sacudía tus entrañas y te conmovía al contemplar la fila de penitentes, fieles de todas las edades, sexo y condición, que postrados de hinojos, gateando, en silla de ruedas o en camillas, avanzaban lentamente, para cumplir sus abrumadoras promesas.
Era la LUZ que brota del Espíritu; que ilumina a los que están cansados y agobiados; a los que por la FE, buscan sanar atraves de este Valle de Lágrimas; buscando una respuesta que les devuelva la ESPERANZA. Una LUZ, que se extendía y abrazaba aquel lugar, Santo y nos inundaba con su resplandor, sin necesidad de filtros, altavoces, ni inspirados panegíricos evangelizadores, solo y exclusivamente con el aroma salvífico de santidad que se respiraba en el ambiente.
Continuará













