De aquel verano, hace más de cuarenta años, todo un bolero, toda una vida. De aquel beso robado en la plazuela, de aquellas miradas distraídas que se buscaban bajo el aire denso que mecían las polvorientas hojas de los naranjos, fundiéndose en un beso; el primer beso del sabor ambrosía. Mujer-que sin tiempo de saborear los agridulces tiernos de la infancia- pisaba fuerte el garbo de una naturalidad inconcebible, desafiante, seductora, por los patios, pasillos y azoteas. Mocita exuberante vestida con el azul estampado de un cielo que le caía dulcemente por encima de las rodillas. Novia de los tormentos que llevan al éxtasis de la penumbra, donde los amantes se citan, en el principio sin fín de las caricias improvisadas; los temblores del tacto, buscando la seda insaciable que circunda los redondos perfectos pechos descubiertos de la primera vez. El amor imperioso, descabellado, como un potro sin doma que arrasa la yerbapunta de la vida; que tira por los borda los futuros proyectos, que no atiende a razones, más que al gozo de gozar juntos y a solas la plenitud del estado de gracia subconciente y hallado. Algo más que cuarenta años de aquel bolero que se podría cantar con las mejores letras compuestas para el amor y aún sigue sin ninguna canción en especial, que pueda resumir su vida. No hay luz, para incendiar sus sombras, ni sombras que alarguen la silueta de dos enamorados que combatieron tantas guerras ;que alcanzaron tantos cielos despejados y grises, tantas nubes amenazantes, tanta lluvia floral, tanto diluvio, sólos, mal acompañados, pero siempre juntos. Cumplieron con creces la profecía para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en el umbral y en la plena estancia. No faltaron a la cita de los demonios de la envidia;la tentación al ágape lujurioso de los aduladores que siempre acechan romper el amor por el flanco más débil; pero nunca descendieron a los infiernos de la infidelidad, ni bajaron al purgatorio del abandono, a pesar de los graves incendios que provocaron y las llamas que amenazaban su incierto futuro. En la recta final, ya saben todos, que el amor se relaja; que viste trasnochado el hábito estameña de la rutina; que se agota en el último esfuerzo de la flaqueza; que atiende más al cansancio de su propio desgaste físico; que a la química de buscar el reposo en los brazos del amante que sin ofrecer nada, espera. A la hora de exigir, el amor no responde, es uno mismo, el que tiene que acudir a urgencias, pedir auxilio con la cara de humildad en rebeldía del que siempre ha dado sin pedir nada a cambio. De aquel verano, hoy es otoño seco y melancólico de hace más de cuarenta años, las hojas están caídas, crujen de adioses, pero el tronco nunca está seco, tiene profundas raíces sembradas con la mezcla efervescente de dos culturas, dos mundos, universos divergentes que confluyen, aún sin querer, en la querencia de una misma cuadra. Tiene cuatro ramas frondosas, unidas e indeclinables y dos nuevos brotes verdes, que no entienden de diferencias irreconciliables, ni tenaces despechos. Creen en el Amor y apuestan por lo que Dios ha unido a pesar de esta insufrible crisis y el afán de separación que condiciona a los hombres.
el blog de Antonio Sierra Escobar -Mayo 2006- Mi espacio para el verso y la prosa, la crítica y la imaginación desmedida y por descubrir.
martes, 7 de octubre de 2014
de aquel verano
De aquel verano, hace más de cuarenta años, todo un bolero, toda una vida. De aquel beso robado en la plazuela, de aquellas miradas distraídas que se buscaban bajo el aire denso que mecían las polvorientas hojas de los naranjos, fundiéndose en un beso; el primer beso del sabor ambrosía. Mujer-que sin tiempo de saborear los agridulces tiernos de la infancia- pisaba fuerte el garbo de una naturalidad inconcebible, desafiante, seductora, por los patios, pasillos y azoteas. Mocita exuberante vestida con el azul estampado de un cielo que le caía dulcemente por encima de las rodillas. Novia de los tormentos que llevan al éxtasis de la penumbra, donde los amantes se citan, en el principio sin fín de las caricias improvisadas; los temblores del tacto, buscando la seda insaciable que circunda los redondos perfectos pechos descubiertos de la primera vez. El amor imperioso, descabellado, como un potro sin doma que arrasa la yerbapunta de la vida; que tira por los borda los futuros proyectos, que no atiende a razones, más que al gozo de gozar juntos y a solas la plenitud del estado de gracia subconciente y hallado. Algo más que cuarenta años de aquel bolero que se podría cantar con las mejores letras compuestas para el amor y aún sigue sin ninguna canción en especial, que pueda resumir su vida. No hay luz, para incendiar sus sombras, ni sombras que alarguen la silueta de dos enamorados que combatieron tantas guerras ;que alcanzaron tantos cielos despejados y grises, tantas nubes amenazantes, tanta lluvia floral, tanto diluvio, sólos, mal acompañados, pero siempre juntos. Cumplieron con creces la profecía para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en el umbral y en la plena estancia. No faltaron a la cita de los demonios de la envidia;la tentación al ágape lujurioso de los aduladores que siempre acechan romper el amor por el flanco más débil; pero nunca descendieron a los infiernos de la infidelidad, ni bajaron al purgatorio del abandono, a pesar de los graves incendios que provocaron y las llamas que amenazaban su incierto futuro. En la recta final, ya saben todos, que el amor se relaja; que viste trasnochado el hábito estameña de la rutina; que se agota en el último esfuerzo de la flaqueza; que atiende más al cansancio de su propio desgaste físico; que a la química de buscar el reposo en los brazos del amante que sin ofrecer nada, espera. A la hora de exigir, el amor no responde, es uno mismo, el que tiene que acudir a urgencias, pedir auxilio con la cara de humildad en rebeldía del que siempre ha dado sin pedir nada a cambio. De aquel verano, hoy es otoño seco y melancólico de hace más de cuarenta años, las hojas están caídas, crujen de adioses, pero el tronco nunca está seco, tiene profundas raíces sembradas con la mezcla efervescente de dos culturas, dos mundos, universos divergentes que confluyen, aún sin querer, en la querencia de una misma cuadra. Tiene cuatro ramas frondosas, unidas e indeclinables y dos nuevos brotes verdes, que no entienden de diferencias irreconciliables, ni tenaces despechos. Creen en el Amor y apuestan por lo que Dios ha unido a pesar de esta insufrible crisis y el afán de separación que condiciona a los hombres.
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