El niño tenía verdadera fobia a los cuadros grandes, desde que perdió el contacto de la mano de su hermano y se encontró –de pronto- solo y perdido en el museo de Bellas Artes. El aplastante tamaño de las pinturas de Zurbarán; la austeridad y el velado temor en los rostros de los monjes; la imponente expresión de los retratos al óleo junto con la sangre del martirio de los Santos, le infligieron un temor insospechado que le haría correr por las galerías en busca de protección. Aquel día se podían contar con las manos los visitantes, por lo que nada más encontrar a su hermano, se aferró fuertemente a su brazo para seguir contemplando las obras de arte con mayor respeto si cabe. Le habían contado historias apasionantes – para no dormir- acerca de ciertos cuadros de gran envergadura que se encontraban repartidos por diferentes templos de la ciudad, especialmente en la Catedral, lugar impregnado de misterios y leyendas indescifrables que rayaban incluso en la maldición infundada que se cernía sobre ella. Le asustaron con el cuento de que por las noches, soltaban perros de presa por las naves catedralicias y que más de una vez, habían descuartizado a cualquier indigente o ladronzuelo que se quedó –por suerte o por desgracia- encerrado en el primer Templo. Asimismo se entusiasmaba con las diferentes versiones que escuchaba, a cerca de los pasadizos secretos que escondían sus sótanos, a través de los cuales se podía atravesar toda la ciudad, tanto para acceder o huir de ella por el subterraneo. Después se reunía con los amigos en el hueco de la escalera para dar rienda suelta estas historias y crear la atmósfera de miedo deseada. Arropados los unos con los otros en la grada, con las pupilas desorbitadas, sudando y temblando de frío, hasta que al menor movimiento brusco ó efecto de luz o inesperada sombra, los hacía correr a todos gritando despavoridos. ¡lo he visto, lo he visto!...¿que has visto?...¡el cuadro!...¿pero qué cuadro?...¡el del espectro vestido de cardenal, rodeado de caninas!...¿ese que dicen que está en un hospital de ancianos, frente a un jardín donde venden claveles?...¡sí, ese!...ahhhh –gritábamos todos-. Mientras más miedo más morbo y así quedaban o al menos los más decididos, para ir el próximo sábado a la catedral, donde el niño había visto –tapándose la cara con las manos- un cuadro mayor que dos pantallas de cine de verano, en el muro de una capilla rodeada de tumbas. Y sabía de otro al que le rezaba su madre, que se trataba de la matanza de los Santos inocentes, donde la sangre chorreaba a borbotones entre la gente decapitada por la crueldad de los verdugos… Todavía al entrar por la puerta de San Miguel, el niño hecho hombre, siente esa fobia que como el recuerdo de su tierna infancia, no tiene cura.
el blog de Antonio Sierra Escobar -Mayo 2006- Mi espacio para el verso y la prosa, la crítica y la imaginación desmedida y por descubrir.
sábado, 2 de agosto de 2008
EL MIEDO ENMARCADO
El niño tenía verdadera fobia a los cuadros grandes, desde que perdió el contacto de la mano de su hermano y se encontró –de pronto- solo y perdido en el museo de Bellas Artes. El aplastante tamaño de las pinturas de Zurbarán; la austeridad y el velado temor en los rostros de los monjes; la imponente expresión de los retratos al óleo junto con la sangre del martirio de los Santos, le infligieron un temor insospechado que le haría correr por las galerías en busca de protección. Aquel día se podían contar con las manos los visitantes, por lo que nada más encontrar a su hermano, se aferró fuertemente a su brazo para seguir contemplando las obras de arte con mayor respeto si cabe. Le habían contado historias apasionantes – para no dormir- acerca de ciertos cuadros de gran envergadura que se encontraban repartidos por diferentes templos de la ciudad, especialmente en la Catedral, lugar impregnado de misterios y leyendas indescifrables que rayaban incluso en la maldición infundada que se cernía sobre ella. Le asustaron con el cuento de que por las noches, soltaban perros de presa por las naves catedralicias y que más de una vez, habían descuartizado a cualquier indigente o ladronzuelo que se quedó –por suerte o por desgracia- encerrado en el primer Templo. Asimismo se entusiasmaba con las diferentes versiones que escuchaba, a cerca de los pasadizos secretos que escondían sus sótanos, a través de los cuales se podía atravesar toda la ciudad, tanto para acceder o huir de ella por el subterraneo. Después se reunía con los amigos en el hueco de la escalera para dar rienda suelta estas historias y crear la atmósfera de miedo deseada. Arropados los unos con los otros en la grada, con las pupilas desorbitadas, sudando y temblando de frío, hasta que al menor movimiento brusco ó efecto de luz o inesperada sombra, los hacía correr a todos gritando despavoridos. ¡lo he visto, lo he visto!...¿que has visto?...¡el cuadro!...¿pero qué cuadro?...¡el del espectro vestido de cardenal, rodeado de caninas!...¿ese que dicen que está en un hospital de ancianos, frente a un jardín donde venden claveles?...¡sí, ese!...ahhhh –gritábamos todos-. Mientras más miedo más morbo y así quedaban o al menos los más decididos, para ir el próximo sábado a la catedral, donde el niño había visto –tapándose la cara con las manos- un cuadro mayor que dos pantallas de cine de verano, en el muro de una capilla rodeada de tumbas. Y sabía de otro al que le rezaba su madre, que se trataba de la matanza de los Santos inocentes, donde la sangre chorreaba a borbotones entre la gente decapitada por la crueldad de los verdugos… Todavía al entrar por la puerta de San Miguel, el niño hecho hombre, siente esa fobia que como el recuerdo de su tierna infancia, no tiene cura.
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Sí señor. Magnífica entrada.
ResponderEliminarEl mismo miedo nos une
A mí lo que me da miedo es la Plaza de San Francisco, compadre.
ResponderEliminarY cuanto mayor soy; más miedo me da.
A mi tambiérn me da un tanto de miedo la Catedral de noche.
ResponderEliminarHace ya bastantes años acompañé a mi hermano Miguel la noche en la que se prepara el paso de la Custodia, me separé un poco de los que allí estaban y la verdad es que volví enseguida, me imponia tanto silencio, tanta oscuridad y ellos también sacaron el tema de los pasadizos y ya fue el la gota que colmo el vaso para que yo me merchara de allí.
No soy miedosa pero aquella noche dentro de la Catedral.......no se.
Besitos
El tenebrismo de la pintura de Valdés Leal. El descomunal mural de San Cristobal. El imponente crucificado que remata el altar situado a la izquierda de la Capilla Real. El mismo monumento que trasporta los restos del gran almirante...todo es materia apasionante para escribir un libro destinado a best seller. En la catedral de Sevilla, hay todo un tratado de criptología, que supera con creces al mal escrito Código Da Vinci. Gracias, por no dejarme solo, frente al miedo enmarcado.
ResponderEliminarCuentan que a las misteriosas horas de la madrugada de la España de la postguerra, cuando el sereno daba la primera de las cabezadas, a veces aparecía una figura fantasmagórica por el arquillo de Troya.
ResponderEliminarEl miedo transitaba de boca en boca por los alrededores de la Real Parroquia. Unos decían que era un espiritu errante cuyo cuerpo fué tiroteado en la guerra, otros que era un difunto casero que tenía algunos recibos pendientes de cobro, y otros muchos aseguraban que era un difunto ditero.
En cualquier caso, nadie osaba salir de su casa, ni mirar por la ventana pasadas las doce de la noche. Los chiquillos aumentaban su pavor contando historias trágicas y sangrientas en los patios de las casas de vecinos...
Y fué que una noche como otras tantas el fantasma apareció de nuevo, con una sábana hasta los pies, una olla en la cabeza y sobre esta una vela encendida. Resultó mala la noche para el fantasma, tan acostumbrado como estaba a pasar unas horas en fornicio horizontal tan placenteramente con aquella mujer. Esa maldita noche un chivatazo le jugó una mala pasada. Esperándole tras la esquina de la calle le esperaba el cornudo con un palo en las manos.
Nunca más se supo del fantasma, ni del cornudo y su mujer, ni de la sábana, ni de la olla, ni de la vela, ni del palo.
Algunos dicen, que algunas madrugadas de agosto, aun se oyen lamentos y golpes de palos sobre ollas por Betis y Troya...
..ole, ay...esos sí que eran fantasmas buenos y no los de hoy en día que ocupan consejelías.
ResponderEliminarEse era el "Fantasma de la Tranca Hermosa".
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