lunes, 11 de julio de 2011

Rodrigo de Triana



Velas que no toldos, de toda la vida, cubriendo de sombra el mar abierto de la ciudad soporífera; la ciudad insoportable que arde en las llamas de un fuego vaporoso, cuya luz cegadora es la quimera de sus mejores días. Sevilla es un barco velero que surca el océano ardiente encantada por los cantos de sirena que reclaman su orilla. El faro que alumbra a los marineros se ha vuelto un espejismo de torre con campanas -giganta, vieja dama- que atrae los confines de otro mundo y hace gritar alucinado al bueno de Rodrigo de Triana...¡tierra!, con casa de monena, lonja y alcazaba, envuelta en una luz reverberante que al horizonte, hace flamear el cielo con la tierra. Luz seductora, luz infiel, luz de mentira que te atrapa en las redes de colores con su falsa nudez y te hace pasto de sus llamas. Esta luz no es la nuestra, es sólo muestra de una tórrida fantasía que se expone en los puestos de su mercado turístico para delirio de los argonautas que admiran las brasas del sol que no calienta en sus hogares. Por eso la ciudad se protege a símisma, despliega sus velas y busca el sereno frescor de sus acantilados; agua, vida, fuente y surtidores, la sombra verde de sus calladas glorietas, la piedra de sus plazas, la cal de sus paredes, el barro convertido en brillo de cerámica, hasta que el hierro candente de su cruz, prolonga el esmalte de los retablos y te indica un camino perdido entre el laberinto de sus estrecheces que te aleja del profundo sopor a la horas del angelus. Te adoro porque sé que perdonas mi ausencia y que me encontrarás cuando quieras buscarme, escondido en el recuerdo, allá en el andén de tus dos estaciones: otoño y primavera, dos épocas distintas de tu única luz verdadera.

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