Cuando cruzabas el patio con tu porte mayestático, hermosura proporcionada en altura y peso, rubia teñida, poderosa impasible, la gente distraía sus labores, por verte de pasar, aunque solo fuera de soslayo.
Tu risa era un torrente atronador que pintaba de color, el sepia de los días y tu voz metálica imposible, desmentía el do esperado por la capacidad de tu voluminoso pecho. Hermana de tus hijos, madre de tus nietos a los que amamantaste, quien como tu para desafiar la vida, adelantándote a su tiempo.
Yo no sabía, como podía ser posible, tanto temple en la estrechez de tu mirada, en tu gesto apacible, tanta comprensión como respeto a quien no se lo merecía, tanta dulzura y sumisión hacia aquel que ponía locura en tu sobrevivir desordenado. No se comprendía, si no fuera por la calidad de tu bondad o la demencia de amor que te asolaba.
Grande la felicidad que te inventaste para decorar las paredes desnudas del alma y rebosar por la anchura de tu cuerpo. Grande las obras que modelaron tus manos fornidas, obras de amores pero también de sobradas razones. Después de tantos hijos, varones malogrados en partos imposibles, San Francisco Javier, intercedió por tí ante el altísimo y diste a luz al hijo predilecto, título póstumo a los merecimientos de la dicha contrariada. Fuiste y serás siempre la elegancia distinguida de mis Domingos de Ramos, Mamá grande que presidía la fiesta instituida por el esplendor de la familia en pleno. Alegría de nuestros silencios generacionales y tierra de promisión donde se administraba, la intendencia y logística del dar mucho y pedir poco.
Pero hoy al contemplar tu postración inmerecida, tengo que aferrarme a la cita agorera del ínclito poeta: “hay un momento en la vida, cuando el tiempo nos alcanza”. No hay más verdad que la aplicada en tu cuerpo ahíto, desangelado y casi inerte a tu edad cuando la cosecha era tan digna acreedora de recoger sus mejores frutos. No hay fuerzas, cuando el alma, supera en peso la tristeza que soporta el cuerpo, hay ganas porque nunca te fallaron las fuerzas, pero la soledad -por más acompañada- te ahoga en el mar de las lágrimas olvidadas, pendientes de un pasado vengativo. Estamos contigo, tu sabes que nunca fallaremos al pago amoroso de tan preciada deuda, pero no podremos ayudarte si tu no quieres levantar cabeza, esa que siempre mantuvo la frente despejada, bien alto y que ahora -enferma de amor-
se esconde bajo las sábanas donde reposan los caminos inescrutables de la mente, esperando la voz inaudita, que le diga: “levántate y anda”.
A mi suegra.
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