Últimamente, es verte y echar a llorar con la facilidad de un crio. Puerta que abro y allí, estas Tu, página que paso y apareces de nuevo, pantalla que enciendo y sale tu rostro, llenando el Salón, asomándome a la ventana, mirando el periódicos, navegando por las redes, abriendo YouTube... A todas partes donde miro, te veo, Señor, como Dios, que estás en todas partes. Y lloro, lloro tan fácilmente, que hasta la curiosidad de mi gato, se asombra y viene a olisquearme. Lloro, como cuando no quería ir al colegio, las tardes de sol estrenada en mi memoria. Lloro de la única forma que deseaba llorar, súbitamente, de repente, sin previo aviso, como se gana la emoción en la vida, cuando el tiempo nos alcanza. Todo es verte, que al verte, Señor del Gran Poder, se ve todo; se ve pasar los años, por el tiempo sin tiempo de tu zancada infinita; se ve pasar la mano de una madre, dejando en tu Talón las caricias de sus intenciones y el beso profundo de la fe; se Ve la ciudad que vuelve siempre a verte, el Domingo de Ramos, que reluce más que el sol, del Jueves Santo en la Plaza y oscurece para revelar el negativo de tu imponente rostro, la madruga que amanece entre turquesas y malvas, cuando regresan los vencejos a San Lorenzo. Pero además, que también lloro, como el poeta, por el verso que nunca te escribiera, en la furtiva lágrima de quien te ha visto siempre, como nunca. Siempre, como si fuera la primera vez, siempre como si el llanto me recordara que Tu eres, Señor del Gran Poder, lo primero y lo último, el alfa y el Omega, el principio del fin. Donde todo comienza y termina: Al final de tu Cruz.
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