¿Conoces
a algún Carlos que no sea “pesao” - “jartible”- como se dice
ahora. Yo te lo voy a relatar. El Carlos era leyenda viva del barrio;
el soltero de oro de la casa de vecinos. El Carlos era apuesto,
simpático, galán, brillante seductor. El Carlos era la alegría de
las bodas y bautizos; canturreaba bien los boleros, tocaba la
guitarra y la bandurria y se arrancaba por sevillanas al estilo de
los Toronjos. El Carlos era Tuno de la escuela de comercio,
representaba sainetes de los Alvarez Quintero en el salón de actos
del Colegio Socorro. La primera “lambreta” que entró en el patio
de vecinos, era la flamante Lambreta de el Carlo con cachas celeste
cielo. A su grupa, me llevó a ver al Señor Cautivo por la Plaza de
España y al Soberano Poder, por el vergel de San Gonzalo. El primer
“seiscientos” de fábrica que aparcó en la plaza, no podía ser
de otro, que el de Carlos. Un seiscientos D, matrícula SE-134. ???,
verde manzana, cuyo olor a nuevo, aún conservo en las calderas de mi
pituitaria. Sabe Dios, con la ilusión que esperaba cada día, la una
de la tarde, hora en la que me llevaba -el Carlos- a recoger a su
padre al taller en el glorioso seat. Entonces se podía circular por
la Alhóndiga y adentrarse hasta las mismas entrañas de Abades para
desembocar en la estrechez de Placentines. El paseo era tan evocador
como distinguido; los transeúntes se apartaban al rechinar de los
neumáticos, asombrados por el brillo y la prestancia del utilitario
soñado. Yo me sentía un privilegiado, cuando el Carlos aporreaba mi
puerta y musitaba: “canijo, vamos a dar un paseito” y allá que
me llevaba a ponerle el radio al coche, un niquelado “De Val” de
los 60, cuya instalación, requería taladrar la guantera de chapa
del vehículo, como se hacía antiguamente. Ibamos mucho a la Venta
el Pino y a la “Hacienda la Red” por cartones de huevos que
vendía la hermana del Carlos. Cuando nos adentrábamos en carretera,
el Carlos profería su célebre frase: “cerrad las ventanillas”
que lo voy a poner a 80. A mi me daba vuelcos el corazón. Otra de
las leyendas del Carlos, era su novia: todo el mundo y parte del
extranjero, hablaba de la “novia del Carlos”: que si rubia
tirando a castaña, que si morena con los ojos claros, que si un
monumento de mujer...pero la verdad del cuento ¡ay señores, que
tormento!...nadie conocía o había visto al Carlos con su legendaria
novia. ¿Que porque el Carlos, era tan pesado? Se estarán vdes
preguntando a estas alturas del relato. No era pesado, más bien como
un disco rayado. Cuando el Carlos cogía una cantinela, la exprimía
hasta la extenuación, pero lo malo no era eso, es que tenía la
escogida virtud de sorprenderte y atraparte deliberadamente,
aprovechando el menor descuido de la mente, para hacerte caer en la
red de sus retahílas: “Canijo (¿que? contestaba un servidor
atentamente) “¡que pena que se ha acabado la Semana Santa”!
(confesaba el Carlos con voz lastimera, no exenta de sorna) (-Sí que
es verdad- replicaba el que suscribe)... “Menos mal que ahora viene
María Auxiliadora” (anunciaba el pedante con fingido júbilo) y
así sucesivamente, con premeditación, alevosía y nocturnidad,
hasta que por fín estrenaba otra de sus “geniales” ocurrencias.
Testigo de excepción de la empalagosa tortura china del Carlos, fue
Joaquín, amigo y compañero de clase en mi colegio. A la sazón nos
habían mandado un trabajo de manuales, consistente en la
construcción de un barco de velas con material de cartulina. El
Carlos pasaba por mi puerta y nos veía, al amigo Joaquín y a mí,
enfrascados en dicha labor que se nos resistía al debido acabado.
Lejos de echarnos una mano, por edad y conocimientos, el Carlos -fiel
a su cruzada de acabar con la paciencia del Santo Job- nos zahería
con la lija de su reiterada perolata: “Todavía no habéis
terminado el barco”. Al principio, tanto Joaquín ni yo, le dimos
importancia a tan fastidioso estribillo, conociendo a Carlos y su
clásico repertorio; pero con el tiempo, la afanada costumbre del
protagonista de esta verídica historia, se convirtió en una
insoportable letanía, que Carlos repetía sorpresiva y
deliberadamente en cada encuentro con mi amigo Joaquín: “escucha,
Joaquín ¿has hecho el barco?”...en la puerta de la calle:
“Joaquín ¿has hecho el barco?”...por el zaguán: Joaquín ¿has
hecho el barco?”...por el patio: “escucha, que te iba a decir,
Joaquín ¿has hecho el barco?”...por los pasillos: “Joaquín,
¿has hecho el barco?...hasta en la azotea: “Oye, Joaquín,
¿hiciste el barco?”. Tal fue la frecuencia, el radio y la
insistencia con que el Carlos practicó su tortura al bueno de mi
amigo Joaquín, que éste terminó huyendo, aburrido y exhausto de la
presencia de Carlos. Yo no digo que todos los Carlos sean pesados y
fastidiosos, lo que digo que este Carlos lo era hasta la extenuación
y su conducta en ese sentido, terminó convirtiéndose en leyenda
urbana, que corrió de boca en boca transmitida de padres a hijos,
tanto es así que en casa, mis vástagos refieren el dicho memorial
cuando alguien atenta contra la paciencia de su semejante: “Eres
más pesao que el Carlos. Hoy en la festividad de San Carlos
Borromeo, que creído conveniente relatar esta historia verídica,
sin perjuicio de las bondades que acreditan a todas las personas que
llevan tan significativo nombre.
el blog de Antonio Sierra Escobar -Mayo 2006- Mi espacio para el verso y la prosa, la crítica y la imaginación desmedida y por descubrir.
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