Tenía los
ojos, como dos cuencas cargadas de agua de mar. Las pupilas,
profundas y redondas, brillantes lunas llenas de lágrimas. Mandaba
con temple; ¡callarse ahí abajo!, juntar los talones, fijar la
cintura...¡venga de frente, muy poquito a poco! Con qué mimo, con
que gracia, con cuanta emoción, nos echaba a la calle el domingo del
pregón, el domingo de pasión. Se vertieron en los templos, todas
nuestras ansias; estaba Sevilla como la novia de dulce, tocada de
azahar, entre los verdes costeros de las calles eternas de su centro
histórico. La Paz del convento, alterada por la cola impaciente que
desea poner su beso en el pálido aceituna de las llagas del Cristo
en su Sagrada Mortaja, Tendido en el sudario que cubre el regazo de
la Madre, como una ola antojadiza, que extienden los querubines. De
espadaña a espadaña, desde los Terceros a San Juan de la Palma, el
cielo era un páramo que iba tomando azules para estofar los brillos
de la bóveda celeste. Un repeluco, cruzar la nave central, sin
resistirse a rendir los honores a la más dulce Amargura, encargo
imposible, no perderse en la vertical de una delantera emboscada de
cera virgen y gloria “juanmanuelina”, pero el fondo nos llamaba,
con un silencio blanco, austero, insoslayable a Jesús; ni siquiera
separaba sus manos de la soga, para prendernos entregados a tan dulce
beso. Cuando la ausencia de luz atrapada en las sombras de la
celosía, iba buscando el resplandor de la calle, los ojos
deslumbrados, conocieron el iris: los siete colores descompuestos,
hasta alcanzar el sereno de toda la iluminación que se suspende en
el aire. Por la estrechez de Viriato, la angosta esquina de Viejos,
anunciaba un sol que extiende sus imperios de fragancia en sobre la
Plaza de San Martín. En sus sagrados adentros, la Luz se recrea como
en un amalgamado caleidoscopio, obrando maravillas sobre el mármol
del sagrario, la portentosa canastilla neogótica y el Palio
incompleto esperaban, desnudos de Cristo y la Virgen el Buen Fín,
carnes expuestas en piadoso Besapìes y Besamano, respectivos. Sobre
los pies del primer ensayo callejero, la emoción va ganándole
terreno al cansancio por San Andrés, se alcanza el Reino de los
azahares y se adentra el alma en el paraiso de la Adoración. Gracia
plena de lo trascendente, si bién aturdido el corazón por la
belleza que le rodea. Absorto en lo finito del misterio, nos vamos
adentrando en el misticismo de un Dios encarnado, que ha dado su Vida
por el Amor infinito de su caridad y Misericordia, obra cumbre que
hace nueva, todos las cosas. Así este pregón que fue directo al
corazón, al compás del sereno atardecer, va llegando a la cumbre de
su recorrido, embriagado por el aroma suntuoso de San Vicente, con
las Penas y los Dolores como grandes titulares, hacia un museo, donde
la Virgen tiene la misma cara que nuestras hermosas mujeres cuando
sufren el drama. No sabes si has alcanzado el Paraíso o hace tiempo
que estás dentro de el, hasta que el Cristo con los brazos abiertos
te ofrece la mejor Conversión; no hay palabras, hablan los salmos en
una de las Siete: “En verdad te digo, que esta misma noche estarás
conmigo en el Paraíso”.
Se ha hecho
noche, bajo la bóveda cobalto de ese cielo, donde tan solo te aman
mejor.
Los ojos
reflejan el brillo de una conversión que derrama sus primeras
lágrimas por las calles preparadas para recibir la Pasión, Muerte y
Resurrección de Cristo, todo sea por el Amor el inefable Amor que
nos hace hombres nuevos al saber como nos Ama. De lo contrario nada
tendría sentido.
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