a Reyes
El rostro de
Dios, nadie lo ha visto. El Dios necesario, trascendente e infinito,
no lo conoce el hombre. Solo el Amor de Dios Padre, logró ponerle
rostro y sustancia a la Segunda Persona, presente en el Santísimo
Sacramento del altar. Es el Dios encarnado, cuya definición
indefinible, revela el Apostol San Pablo con lengua de Angeles en la
sublime carta a los Corintios, inspirada sin duda por el Espíritu
Santo. El AMOR único a la altura humana solo es
posible en la tierra, de la mano de una Madre. La Virgen Santísima,
madre del Dios encarnado, es la imagen viva y eterna del Amor de
Dios, el Amor imposible fuera del diálogo interTrinitario que se
establece en la unción materno filial entre María y Jesús.
La
Bienaventurada María, presenta ante el mundo, la mirada del Dios
viviente, el Amor en pañales, el Amor recién nacido, que al
adorarlo se hace idéntico al ser humano, amándonos como el primero, De El, la madre del hijo de
sus entrañas, la madre que amamanta, la Madre que da sentido al
Amor, al único y verdadero Amor de Dios trascendente. Nadie ha visto
ni verá tanto amor fuera de una Madre. Nadie conocerá el Amor como
el de una Madre con el hijo en sus brazos. Nosotros sentimos ese Amor
filial que se hace capacidad, para que seamos torrente, al ser creado
por la providencia de Dios. Por eso no hay palabras para definir el
asombro de este Amor único, que recibe en su regazo la obra cumbre
de la creación, el ser más perfecto y a la vez más indefenso, el
más necesario y a la par más necesitado de Amor.
El día de la
Madre, es el día del Amor de Dios, de ese Amor trascendente e
infinito, que solo el Padre Eterno a puesto a disposición de la
nueva Eva. Contemplad la foto de una parturienta al punto de dar a
luz; contemplad que en sus gritos desgarrados, que en el apretado
dolor de forzar sus entrañas, que en el estertor caótico de su
descomunal empuje, está la mas grande de las alegrías. Las lágrimas
purifican sus temores y al punto se tornan en llanto emocionado que
celebra el gozo. La luz en estado de nueva Esperanza lo inunda todo.
Ante la contemplación de una Madre, se cumple el milagro de la vida
y cobra sentido el misterio que toda religión encierra, tanto en el
aspecto material como en la carga espiritual que supone dar a luz,
concebir el ser imagen y semejanza de todo un Dios verdadero, que nos
regala en el don maternal, el AMOR, que espera, que fía, que no
pide, que no tiene envidia, que no se engría.
No hay mas que ver en el
rostro de una Madre para creer, en ella para siempre. La ternura de
su mirada es un acto de fe en sí misma. El brillo de sus ojos
deslumbra las palabras; su torva faz cuando intenta reprenderte, te
provoca sonrisa. ¿A quien acudiremos cuando estemos tristes, cuando
el dolor o la enfermedad nos cercan; cuando los problemas parecen no
tener otra salida? Es prodigiosa la respuesta de una madre ante
nuestras dudas; lo que sabe de nosotros; lo que entiende sin
necesidad de aprender más, que de su instinto creador-maternal. Si
alguna vez que otra nos resulta implacable su afán de protección,
más grande se hace con el paso del tiempo, la herencia que atesora
su vida en duermevela, siempre al atisbo, siempre dispuesta, en
alerta del horizonte, por si nos ve llegar, correr a recibirnos como
el Padre misericordioso, que se adelanta, para reducir el más leve
gesto de humillación y ofrecernos el lecho siempre cálido y la leña
perenne y encendida del hogar. Porque el Amor de Madre es el mismo
Amor de Dios, infinito y trascendente, que posee entre sus muchos
dones, el vernos siempre como niños.
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