Supimos quien era, sin necesidad de preguntar ...
La indiferencia se presenta como el nuevo Poder que domina al individuo y lo hace dependiente de los tres verbos más irregulares: desear, tener, exigir. El Gran Poder, verdadero, continua firme en su zancada, siempre de frente y presente en el sagrario de su basílica, su imperiosa imagen -cuerpo y sangre de Ntro Señor Jesucristo- es la hostia consagrada que se eleva sobre la montaña de la soberbia humana, para enaltecer a los humildes y limpios de corazón: Este es el Cordero de Dios, que sana todas las enfermedades del mundo, dichosos los llamados a las plantas del Señor. Sevilla, sabe lo que tiene en sus altares y por eso se muestra a veces, tan ombliguista y orgullosa. Es una ciudad, donde la Fe, ha convertido sus obras en maestras, de las bellas artes, por eso el arte en esta “Roma triunfante en espíritu y grandeza”, ha llevado a sus paisanos a encontrar a Dios, a través de la belleza y convertir a sus creyentes, en aventajados cristianos que saben que sin el Dolor y la cruz, no solamente, no se llega al arte en toda su plenitud, sino que hasta se acierta a comprender el misterio de la Resurrección . Consciente de ese Magisterio, Sevilla guarda y custodia, el Gran Poder, en cuyas manos dúctiles y aferradas al madero, está la ciencia y la conciencia de la felicidad y la Paz interior. Un evangelio que se lee en su mirada: “venid a mí, los que estáis cansados y agobiados...porque mi yugo es liviano y mi carga es ligera”. Un evangelio en pié, que dicta sentencia sin juzgar, más allá de la misericordia y el amor: ¿Que he de hacer para salvarme? “Abandona tus bienes, dárselo a los pobres, ¡VEN, toma tu Cruz y sígueme! Es una doctrina, tan fácil e intratable, que por eso Dios, se la ha revelado a los humildes y sencillos, antes que la puedan asumir, los sabios y poderosos, para llevarla a la práctica. Y el pueblo de Sevilla sabe cumplir fielmente, la Gracia que supone, plantarse ante el Señor, sostenerse por unos eternos instantes, en su omnisciente mirada y dejarlo todo en sus Manos, sin que del corazón rendido, salga otra intención que el suspiro velado, por una emoción que trasciende las lágrimas. En presencia del Señor del Gran Poder- no se reza, ni se pide, ni se conjuga cualquier oración, rogativa, plegaria. No existe otra jaculatoria, que no sea, acercarse, rozar su túnica, besar con unción la espiral devastada de su sobresaliente talón -divina enseñanza que nos legaron nuestros padres- para aumentar esa fe, que nos hace sanos y salvos, al menos hasta volver a nuestros hogares y enfrentarnos -con las pilas cargadas- a las contrariedades de la vida.
Después de ver al Señor, practicaremos la virtud o caeremos en el olvido, pero nunca tocaremos el fondo de la indiferencia. Aunque los tiempos, no sean los más propicios para creer, siempre tendremos el dedo de la incertidumbre, dispuesto a introducirlo en la llaga de su cercanía. Aunque el lujo fosforescente, la comodidad implantada, el deseo inyectado por las venas del consumo y el placer impuesto por la aplastante religión que da culto al cuerpo, nos ofrezcan el paraíso tentador que nos promete el Príncipe de este mundo siempre tendremos la libertad de acercarnos al oasis de San Lorenzo, refugio de los angustiados, ansiosos y desesperados, pero también, morada que nos indica el camino de la verdad y la vida. Bien puesto lleva su nombre, Aquel que carga la Cruz de todas nuestras culpas; morada -como Santo Viernes- es la túnica rasa de Aquel que dio la vida por nosotros -a la hora de la Misericordia-, hora santa que se ha quedado varada en el tiempo, para que todos los viernes del año, acudamos a su Adoración perpetua, porque sus ojos están inmensos del amor misericordioso que alivia y conforta la pesadumbre de nuestra mirada. Todos los caminos de la necesidad humana, conducen a El, el Espíritu de Dios con sus inefables dones, se concentra en su portentosa Imagen, pero cuando a El llegamos, reconocemos nuestra miseria retratada en los ojos de su Augusta Piedad y su Gran Poder nos destrona de todo indicio de soberbia; de todo gesto de autocomplacencia, de cualquier amago de vanidad. El es y todo en su presencia está dicho, desde el “Yo soy” que hizo rasgar las vestiduras de los fariseos, hasta el “Este es mi hijo amado en el que tengo complacencia”. Jamás nadie ha visto a Dios, ni la Luz de su rostro, pero en Sevilla se sabe, que el rostro visible del Dios invisible, vive bajo el mismo cielo, que atiende nuestra Aurora de cada día y contempla la puesta del mismo sol que fenece por el poniente, reconocemos a este Dios verdadero, mucho antes de estrenar la razón, cuando entre el asombro y el susto, la inocencia de un niño lo señala en brazos de su padre. Después, puede que la razón, aumente nuestra Fe o la Fe, languidezca con la razón al tiempo que nos hacernos mayores, pero nunca perderemos la certidumbre de haberlo y gozarlo como el Señor, Aquel que todo lo puede y en cuyas manos está el poder y la gloria, El Señor que se muestra cercano en lo cotidiano, saliendo a nuestro encuentro en la visita de cada viernes, presidiendo el Salmo Miserere que sus hermanos alumbran en la tiniebla de sus cirios oferentes: “Tenme Piedad ¡Oh Dios! Según tu Amor, por tu inmensa ternura, borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y de mi pecado”. En la plenitud de su dolorosa Pasión, se echa a la calle para anunciar su Reino, le sigue una gran muchedumbre, cuyo imponente silencio, hace que sus andas resuenen en nuestros corazones absortos y sea su zancada, soberbia y racheante, el milagro instantáneo que nos salva en la fe. El Gran poder sale, para los que no le conocen; para los que no le han mirado nunca de cerca; para los que lo ven cruzar, lejos de su elocuente silencio, desde el murmullo que rompe la noche a favor de la curiosidad de los incrédulos que se preguntan: ¿Quien es Este que congrega en la unidad y despierta tanta admiración?. El salió sin proponérselo cuando más se necesitada, Salió a hacer milagros improvisados, visitas personales, íntimas e inesperadas que se convirtieron en leyenda. Desde que bajó a Sevilla, inspirado en las gubias celestiales del insigne Juan de Mesa, firmó la historia, estableciendo el antes y el después de su Gran Poder. Cientos de miles de personas, se hicieron fieles, sin más cursillo ni catequesis, que la unción sagrada que derrama su bendita imagen., aprendimos la lección de su santo evangelio viviente, sin necesidad de oir de sus labios, otra palabra que no fuera la Piedad, la Misericordia, la mansedumbre que transmite su aplastante firmeza. Como no podía ser de otra forma, con toda la humildad que conlleva, tenerlo presente siempre por unanimidad y aclamación popular, El Gran Poder de esta Sevilla universal por católica, saldrá en su paso procesional de Viernes Santo, para cerrar solemnemente los actos de este Año Santo, que el Papa ha consagrado a la Misericordia. La Misericordia, una palabra que se mide y concentra en sus catorce obras, como un via+ crucis, que culmina en el triunfo de la gloriosa Resurrección de Cristo, por los méritos de su Pasión y Cruz. Misericordia impregnada en el rostro del Señor del Gran Poder, Cristo vivo -Corazón de Jesús- que derrama el verdadero amor misericordioso. Aquel que nos recuerda la obligación cristiana de “dar de comer al hambriento...dar de beber al sediento...dar posada al peregrino,,,vestir al desnudo...visitar al enfermo y redimir al cautivo”. Aquel que nos juzgará por el Amor de haber consolado al triste...dar consejo al que lo necesita; corregir al que yerra...sufrir con paciencia los defectos del prójimo...enterrar a los muertos. Aquel que bajando de su camarín, arrastrará las masas; derribará del caballo a los Saulos que le persiguen, para obrar el peregrino milagro de la conversión; y con toda su majestad y gloria, abrirá los cielos que perdimos, para renovar las promesas de un credo multitudinario en manifestación de Fe, alentados por la comunión de todos los santos. Cuando el Gran Poder se pone en marcha, se levantan nuestros corazones, se rompen las barreras que nos separan; el perdón se abre paso -porque nadie te ha mirado así- con tanto Amor, con tanta perfección en el conocimiento de las miserias humanas, con tanta piedad ni infinita Misericordia. “Tuyo es el Reino, tuyo el Poder y la Gloria, por siempre, SEÑOR”
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