Eras
mocita entonces de diecinueve años cuando te descubrí en San Román,
yo estrenaba razón, vestido de monaguillo por las manos de mi madre
como todos los niños del barrio que queríamos llevar los canastos
de caramelos de la mejor canastera. Desde entonces, cada ocho de
septiembre, bajo la luna azul vendimiadora, cuando tu Natividad
volvía a cumplir un nuevo año con nosotros, salías de San Román
para darte una vueltecita por el barrio entre la estrechez de Sol; el
filo imposible de la calle Espada y el delirio de las casas de vecino
de Enladrillada que colgaban en sus balcones las mejores colchas del
ajuar de las abuelas. Todavía llevo incrustado en la solapa del
recuerdo, el olor a nardo e incienso de esos días que presiden el
altar donde te rindo continuamente culto. Todavía me suena a nueva,
la primera oración que te escuché cantada por la voz intransferible
de “Antonio el sacristán” -Salve Regine- que todos musitábamos
de oído, sin conocer otro latín que no fuera alabarte. Todavía
retumba por las naves del memorable templo, la temblorosa voz del
bueno de “Don Crescencio” -palabra sencilla de Dios- que parecía
no querer molestar más que un: “solo quiero decir”. Aún te veo
entronizada a la derecha del Señor de la Salud en la capilla
sacramental donde tantos domingos escuché misa, más que por
precepto, por no apartar la mirada de tu “carita inclinada”, la
misma que parecía acunar las Angustias en su corazón de Madre y
tendernos las manos para abrazar las nuestras. A tu amparo creció el
niño aquel que nunca dejó de ser tu monaguillo, el mismo que al
volver del colegio buscaba la nave del presbiterio para saludarte con
la oración sin palabras de una mirada cómplice, antes que el
merecido premio de una merienda y al paso de los años se hizo
adolescente de una devoción por tí, que rayaba en el estado de
seminconciencia que se respira en esa etapa de la vida, bendita etapa
donde los años se cumplen sin que pasen los días -cual es tu caso,
Madre-, hoy que celebras el 75 aniversario de tu hechura, igual que
ayer, con la misma lozanía de los diecinueve años con que te conocí
y aquel olor a incienso y nardo de estreno permanente.
Tanto
es así, que cuando vuelvas el ocho de septiembre a San Román,
regresarán contigo, prendidos en el realce de tu exclusivo manto
“azul pavo”, todos los que siempre te esperaron en las escogidas
esquinas de la memoria; volverá a abrir la “calentería” que
hacía las delicias de aquellos suculentos desayunos en la mañana
del Viernes; La olorosa quincalla de “Juanito”; el viejo
“zepelín” de Luisa; la tienda de ultramarinos de “Pepito”;
el colmao de Federico con los mejores cantes y bailes por bulerías;
el “Remesal” y... el Uno, que volverá a ser el “Uno de San
Román” -no por que una vez cantó, Caracol- sino al verte aparecer
por la desembocadura de Matahacas a hombros de tus fieles hermanos y
devotos presentes, porque los ausentes, -Madre bendita de mis
entretelas-, ya tienen reservado los balcones de la plaza convertida
en los palcos de la gloria que supone, entrar por San Román de
nuevo.
Enlace del traslado: http://fotoblognaturaldesevilla.blogspot.com.es/2012/09/vuelve-casa.html