Venía
desde una fábrica olvidada que solo se mantiene con el soplo de su
nombre. No se sabía si era noche o madrugada, en esa oscuridad
encendida al completo por la candelería de su paso. Su cara era un
beso de emoción que recibían todas las miradas del mundo. Desde
hacía más de cuatro lustros, lloraba por nosotros y por nuestros
hijos, atados a la columna de la desgracia, pero su pena de dolorosa
era como la letra de una copla, que nadie se la imagina. Tan Hermosa
en su dolor sereno, tan delicada en la lisura de sus mejillas de
nácar, tan recogida en su empaque de Reina, se fue alejando por el
sendero de acacias que mira hacia la orilla del Palacio de San Telmo.
Marinera de tierra adentro, la más guapa cigarrera, se reflejaba en
los espejos del río, diluyendo en sus dormidas aguas, lo más
clásico -por señorial- del arte de la seda y el bordado en un
“vaivén” repujado de plata.
Alguien declaró, monumento nacional
su palio de cajón que guarda el canon de la medida exacta, pero es
más cierto que la joya supera cualquier joyero diseñado para su
realce, por más soberbio y monumental que parezca. Si usted se la
encontró a esa hora de los sustos, cuando los crápulas se pierden
en la nebulosa del alcohol y las proposiciones, sepa que su nombre es
tan rotundo como la belleza que atesora, pues se llama Victoria, la
que nos dejó conmovidos a cuantos la vimos pasar adivinando el alba
en rosario de la aurora. Su nombre no menciona una Victoria
cualquiera; es la Victoria del tiempo sobre el tiempo; es el recuerdo
hecho leyenda grabada en el semblante de las guapas cigarreras; si te
acercas al palio -sus mecidas- traen el aroma del clavel y el puro
habano; su regio manto es un mantón bordado por Juan Manuel e
inspirado en el friso plateresco del consistorio. Victoria, real y
evidente con escudo de armas y toisón como gloria, pero también
Victoria de los derrotados que gimen y lloran en este valle de
lágrimas.
Victoria de los que libran las batallas del paro, la
emigración, el futuro de la juventud, la dependencia de nuestros
mayores, la soledad acompañada, la enfermedad y el desengaño.
Victoria de los que se aferran al cirio encendido de su gracia y le
ofrecen su imperfección hecho soplo de solidaridad. Victoria de los
donantes que dejan en la tierra lo que no necesitan llevarse hasta el
cielo, un cielo que se vistió de gala con sus mejores azules
cobaltos, para recibir a la Madre de todas las Victorias, allá donde
el raso se abre, entre Triunfo y Giralda. Sevilla despertaba esa
noche, cantando su más insigne Victoria, entre el místico de su
piedra y el esplendor del arte y de la plata; iluminada por una
candelería al completo que perpetuara el triunfo de nuestra fe.
Después el sosiego y la calma, para digerir la plenitud de encantos,
con un buen desayuno. El Solemne Pontifical y la triunfal procesión
de regreso, multitudinaria e intensa en todos sus aspectos;
sobreviviendo a la bulla para verte pasar por esas calles inéditas
de tu recorrido histórico, para gloria de turistas, exégetas,
fotógrafos, pintores y poetas: “Mira si brilló la tarde, pero tu
rostro, Victoria, mejor que nada ni nadie”. En el sueño imposible
de describir el momento cuando la luz se queda suspendida en el aire,
no sabría, como tantos de tus devotos, con que quedarme: el
repertorio musical escogido; el sol bañándote por Placentines; la
chicotá por el andén al compás de Amarguras; Margot por calle
Zaragoza...hasta ahí llegué y en Castelar, acariciando tus
respiraderos me persigné musitando tu nombre, ¡VICTORIA!