Yo
no sabía lo que era olor a nardos, hasta que besé tu pié impregnado de
su aroma. Entonces ver, era creer, porque la fe iba de la mano de una
madre y la mirada de niño, estaba
siempre de estreno. En el altar dorado, que hoy sé, que llaman de la
epístola, me enamoré de Tí -fúlgida estrella- apenas unos escalones, te
separaban de esta tierra, donde en el cielo te aman mejor. Tu mirada
entornada, dulce y misericordiosa, salía a mi auxilio,
vestida con la celeste y rosa indumentaria de los mejores días de esta
ciudad. Tu niño, juguetón -con cara de travieso- me abría sus brazos,
ofreciéndose como el mejor amigo. Ya nunca te olvidaría, aunque mi
curiosidad y la distracción propias de la edad, me
alejaran de Ti, llegaba mayo, para recordarme que mi ausencia no era
olvido y entonces bajabas del mismo cielo trinitario, por escala de
querubines salesianos, entre un tremolar de banderas y voces que te
aclamaban su Auxiliadora. Y así desde la ronda hasta
San Román, detrás de tus andas, confundiendo tu manto con el azul de la
primavera sevillana; enredado en los bucles de tu preciosa melena,
buscando el mimo de esa mano -grácil y amorosa- que marcaba con su cetro
el auxilio del Señor. Con el paso de los años,
la vida nos enseñó que perdiendo a los seres queridos, los
encontraríamos siempre alrededor de la gloria de tu paso, en la
procesión triunfal del último sábado de mayo, en la tarde apoteósica,
donde se siente bajo -la intersección de tu apacible mirada-, el
calor de aquella mano de madre, que asoma abrazada a la del costalero
que se aferra a tu zanco, la ilusión del hermano salesiano -con banda de
primera comunión- que tiene la misma cara de los escolares que integran
tu cortejo. Que hay siempre un sol, fundido
en tu cara de rosa, que contempla atardeceres malvas, donde los vencejos
ensayan los mejores recuerdos, columpiándose en los delirios del aire
que te roza, recuerdos que se serenan cuando las sombras del Valle,
devuelven un cielo turquesa que se funde con el
añil de tu manto y entonces, cuando el tiempo nos alcanza con la mirada
de niño que nunca perdió este hombre que te adora, las doce estrellas de
tu diadema cierran el ciclo de toda una vida que se estrecha para
abrazarte, en ese astro de tu Luz hecha calle.
Toda una letanías de balcones y altares en alabanza y gloria de tu
nombre, con un añejo y embriagador perfume que sale a nuestro Auxilio
como aquel inconfundible aroma a nardos.
el blog de Antonio Sierra Escobar -Mayo 2006- Mi espacio para el verso y la prosa, la crítica y la imaginación desmedida y por descubrir.
sábado, 25 de mayo de 2013
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