Sales al
encuentro de la Esperanza, como un niño que sale de clase, ansioso
por respirar el aire de la libertad, como si te faltara. Esa es la
Esperanza; estar pensando en Ella, desde que amanece el día XVIII,
el ¡gran día de la Esperanza! Los Esperanzados, nunca vimos a la
Virgen con pena de dolorosa, fuimos nosotros los que lloramos al
verla, pero de emoción. Los Esperanzados, nunca vimos a la Virgen
lucir su mejor manto -el de Juan Manuel, Carrasquilla o Borrego- ni
le vimos lucir la toca histórica, ni la saya de las corbatas; ni la
medalla de Sevilla, ni la aurea presea de la coronación, Los
Esperanzados nunca reparamos en como luce sus joyas más preciadas,
los exvotos que donaron sus ilustres fieles, porque al llegar a la
presencia de la Esperanza, Ella es la que reluce más que el sol; la
que resplandece más que el fulgor de todos los metales preciosos; la
que irradia en su rostro más luz cegadora que todo el arte
suntuario con que sus priostes la engalanan. Te acercas y se va
colmando el vaso de Esperanza, como la gota que lo hace resobar y un
temblor, como aquel que sentiste el primer día, sacude el cuerpo de
todas las edades que se paran en la eternidad de sus ojos, esos
grandes ojos melados, que se clavaron para siempre en tu corazón y
devuelven a tu mirada, la Vida, la Dulzura y la Esperanza nuestra de
la antigua Salve. Los Esperanzados, encontramos antes sus Plantas, la
silenciosa respuesta para todos; para los que piensan que hay más,
después del momento ingrávido en que la tienes de cuerpo presente
en el paraíso eterno de su Gloria; Mucho hay de incierto, en el
futuro cierto con que te retiras, iluminado por su Gracia. Poca
felicidad existe fuera de esa Fe que, creyendo en lo que No se ve- ha
visto con sus propios ojos a la Madre. Oirás murmullos lejanos, en
boca de los pontífices del pesimismo, los que atacan por todos los
flancos en la guerra de la derrota, pero tu caminarás en volandas guiado
por el Espíritu y fortalecido por la Esperanza, que nunca te fue
ajena, ni te falló, porque la Esperanza en esta bendita tierra,
tiene siete faros encendidos permanentemente, para que no te pierdas
en lo último que perdido todo, nunca se pierde. Por eso los
esperanzados no tienen edad, sino la risa impertinente de un niño
que se acerca asombrado: “Sinite párvulos venire ad me”, en los
brazos de una primeriza madre transida de emoción; la edad de un
padre orgulloso que posa a su retoño en el manto de la Bienaventurada;
la edad de una vecina absorta, que pide a los monaguillos, le pasen
la humilde estampa por los hombros de la Esperanza; la edad de la
juventud informal y a su aire ejemplar y respetuoso, que se queda
pasmada, delante de la Virgen, contemplando minutos eterno la luz de
su rostro, hasta que a veces, le tienen que llamar al orden; la
edad de los que vienen más allá de Sevilla, con el gesto admirable
de intercambiar sus lágrimas marcadas de intenciones y encargos; la
edad de los suspiros hondos que resuenan por las naves del templo,
haciendo nudos para atracar las palabras inútiles; la edad de la
expresión unánime de todos los fieles que forman una espesa cola de
Esperanza, contando los pasos del Santo Rosario hasta llegar a Ella;
Esperanzados de todas las edades de la vida, cuando la vida mantiene
el don de la memoria intacta y reciente. Porque la Esperanza, no
solamente no se pierde, sino que no se abandona en el lecho de la
enfermedad; la Esperanza se levante como Lázaro y acude sostenida
por las muletas de una fe inquebrantable; se presenta a la cita
ineludible, sentada en su silla de ruedas, empujada por los que creen
a pies juntilla que esa Mano extendida por todo el universo, está
dispuesta para que la Esperanza nos eche una mano de por vida: “Venid
aquí benditos del Padre,hijos de mi hijo,,,los que estáis, tristes
y cansados” Como aquel hombre Esperanzado a sus más de noventa
-dieciochos de Diciembres- que se acercaba al presbiterio apoyado en
su bastón y escoltado por los custodios de la Esperanza. Quería
estar el anciano un rato sentado frente a Ella en los bancos de la
alfombra...yo se lo que le dijo a la Virgen, en esa conversación de
hermano y vecino antiguo del barrio, no es difícil adivinarlo:
Gracias, Esperanza, porque su Fe lo ha salvado, a pesar de los
nubarrones de la vida; pese a tantas adversidades, impedido y
decrépito en los brazos del dolor; el anciano embelesado la estaba
viendo con los mismos ojos de aquel niño, que limpiaba su mano con
el pañuelo; con los mismos ojos de aquel joven esperanzado, que
contrajo matrimonio delante de Ella; los ojos emocionados de tantas
madrugadas, mirando y rezando bajo el capirote; los mismos ojos con
que miraba y continúa mirando a la Bella, su más bella Esperanza,
con la certeza de marcharse al viaje, para encontrarse en el Paraíso
con esa misma Cara, la cara de la Esperanza, la Esperanza de los
Esperanzados.
La ESPERANZA no llora cuando la encuentras, eres tu el que llora, cuando la ves.
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