sábado, 25 de mayo de 2013

Mi Reina, coronada


 
 
 Yo no sabía lo que era olor a nardos, hasta que besé tu pié impregnado de su aroma. Entonces ver, era creer, porque la fe iba de la mano de una madre y la mirada de niño, estaba siempre de estreno. En el altar dorado, que hoy sé, que llaman de la epístola, me enamoré de Tí -fúlgida estrella- apenas unos escalones, te separaban de esta tierra, donde en el cielo te aman mejor. Tu mirada entornada, dulce y misericordiosa, salía a mi auxilio, vestida con la celeste y rosa indumentaria de los mejores días de esta ciudad. Tu niño, juguetón -con cara de travieso- me abría sus brazos, ofreciéndose como el mejor amigo. Ya nunca te olvidaría, aunque mi curiosidad y la distracción propias de la edad, me alejaran de Ti, llegaba mayo, para recordarme que mi ausencia no era olvido y entonces bajabas del mismo cielo trinitario, por escala de querubines salesianos, entre un tremolar de banderas y voces que te aclamaban su Auxiliadora. Y así desde la ronda hasta San Román, detrás de tus andas, confundiendo tu manto con el azul de la primavera sevillana; enredado en los bucles de tu preciosa melena, buscando el mimo de esa mano -grácil y amorosa- que marcaba con su cetro el auxilio del Señor. Con el paso de los años, la vida nos enseñó que perdiendo a los seres queridos, los encontraríamos siempre alrededor de la gloria de tu paso, en la procesión triunfal del último sábado de mayo, en la tarde apoteósica, donde se siente bajo -la intersección de tu apacible mirada-, el calor de aquella mano de madre, que asoma abrazada a la del costalero que se aferra a tu zanco, la ilusión del hermano salesiano -con banda de primera comunión- que tiene la misma cara de los escolares que integran tu cortejo. Que hay siempre un sol, fundido en tu cara de rosa, que contempla atardeceres malvas, donde los vencejos ensayan los mejores recuerdos, columpiándose en los delirios del aire que te roza, recuerdos que se serenan cuando las sombras del Valle, devuelven un cielo turquesa que se funde con el añil de tu manto y entonces, cuando el tiempo nos alcanza con la mirada de niño que nunca perdió este hombre que te adora, las doce estrellas de tu diadema cierran el ciclo de toda una vida que se estrecha para abrazarte, en ese astro de tu Luz hecha calle. Toda una letanías de balcones y altares en alabanza y gloria de tu nombre, con un añejo y embriagador perfume que sale a nuestro Auxilio como aquel inconfundible aroma a nardos.

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